martes, 8 de diciembre de 2009

UNA PROMESA LO ATORMENTABA


Vine a Aúlla porque me dijeron que acá nació mi padre, un tal Carlos Gutiérrez. Mi abuelo me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto el muriera. Antes de fallecer me aseguro que su tierra era tan hermosa como un paraíso. Ese día, le apreté sus manos y acaricie su rostro en señal de que lo haría, pues él estaba por morirse y yo en un plan de prometerlo todo.

Aquella mañana de abril, cuando lo enterraron a mi abuelo, giraba en mi cabeza la promesa, que le hice de ir a visitar a mi padre. Evocaba su voz entrecortada y sus ojos que se iban apagando poco a poco, pero siempre fijos a los míos. No sabía como llegar a su pueblo llamado Aulla, donde presuntamente encontraría a mi progenitor. A pesar del paso de los días, no olvidaba esa recomendación, que se acrecentaba más en mi oído, ese susurro sombrío, que decía: “No dejes de ir a visitarlo, estoy seguro de que le dar gusto conocerte”.

El peso de la promesa me hizo investigar donde quedaba el pueblo. Para ello fui a visitar a mi tía Rigoberto, quien también conocía el pueblo. Le pregunte como llegar a Aulla, y ella en pos de no ayudarme me dijo que no conocía. Me señalo que su memoria no le ayudaba e incluso sufría de alzhéimer.

Tras un fracaso de la investigación, decidí visitar a mi padrino, quien también conocía el lugar. Me dijo que el viaje podía ser muy peligroso, ya que el autobús que me llevaría pasaba por quebradas, precipicios y por ríos caudalosos. A mí, no me dio mido, sino me apasiono mas la idea de ir a buscar a mi padre.

El padrino de mi bautizo, me dio toda la información que necesitaba como donde quedaba, que carro me llevaba y cuales eran los pueblos que lo rodeaban. Así, muy alegre, me retire de la casa de mi padrino con ganas de hincar la travesía.

Recuerdo muy bien, que salí de la capital, un 28 de setiembre con el objetivo de dirigirme hacia Ayacucho; debido que allí estaba el pueblo de Aulla. Subí a un ómnibus interprovincial llamado Santa Clara. Era de color verde con rayas blancas.
El asiento, donde me senté era el 20, pegado a la ventana para apreciar el paisaje hermoso de la cota y serranía.

Ese día, no dormí, solo me quede pegado a la ventana. Atónito de ver tanta belleza durante el recorrido. El vehículo paraba en restaurantes para que las personas puedan tanto almorzar, tomar desayuno como cenar.

Al día siguiente, un cielo claro me dio la bienvenida, me quede paralizado. Paresia un paisaje sacado de un cuento de ficción. Era hermoso, pero muy hermoso. Cuando llegue al pueblo de mi padre, pregunte por Carlos Gutiérrez, la gente me decía que ya havia muerto. Entones, me eché a llorar, como un niño. Me quisieron consolar, pero no pudieron, solo me cuidaron toda la noche.

Mientras lloraba le contaba a mi tía Polojina, que le havia prometido a mi abuelo, el día de su muerte, que buscaría a mi padre: “No pude hacer otra cosa sino decirle que así lo haría, y de tanto decírselo se lo seguí diciendo aun después de que a mis manos les costó trabajo zafarse de sus manos muertas”


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